Se enfila la impotencia de lado a lado, ahuecando el lienzo corinto, que permite divisar las posibilidades. Es como un entramado de hebras menudas y ligeras, que forman el velo semitransparente sobre la capa de tus ojos. Y en cada exhalación se vierten confidencias que van soplando acusaciones. Como un remolino de indiferencia.
Del sosiego y la placidez hasta el hecho de la interrupción, puede pasar un mero segundo de absorción sobre lo que desencadena la rigidez. Después está todo dicho.
Se torna imposibilidad cuando no podes, no tenés permiso, no se te confiere potestad. Desde luego, deberás abdicar a cualquier pensamiento vil o afable. Pero eso no te impedirá al menos idear, esbozar calamidades, infortunios. Un homogéneo croquis y un paisaje sublime, utópico, rellenando la cueva de la impotencia eminente. Estas sensaciones no duran, a más tardar, unos pocos minutos de exámenes críticos. Y es así que son los peores y los más deleitosos.
Cuando la impotencia, un poco minusválida, se muda de lugar, es cuando empezamos a sentir el alivio. ¿Alivio de que? ¿De la imaginación y la posibilidad de crear cualquier situación? ¿De acudir al nacimiento de la crueldad? La impotencia es el jugo de ideales, sensaciones bruscas y pasajes obscuros. Una definición un poco perturbadora, si nos encontramos en la escalera del mal. Y si no es así, estamos hablando de una impotencia un poco más apacible. La realidad del caso, y la imposibilidad de actuar sobre este nos conduce a la mismísima impotencia. Atiborrada de lujos y emociones, que no guían, ciertamente,… a ningún lado.

No hay comentarios:
Publicar un comentario